¿Te
acuerdas España?
Eran
sueños furiosos de menta
en
viejos navíos carcomidos por rutas salobres;
aureolas
de gaviotas salvajes
volaban
como escrituras de yeso
sobre
las aristas vegetales de América desnuda.
Todo
era arboleda y agua viva:
silvestres
helechos vestidos de sombra
vírgenes
áureas de madera dura,
sagradas
texturas propensas a la clorofila.
Aquel
idioma venía mareado de tanto abolengo
y
ubérrima espuma,
y
algunos decían hablarlo perfecto
comiendo
pescado como un homicida.
¿Te
acuerdas qué estruendo?
Los
remos estaban cansados de la travesía;
las
velas inflaban sus viejos pulmones de oriflama,
la
biblia era un grano de aurora dormida
en
el vientre de secos barriles,
y
en el horizonte colgaba como una naranja
o
como una moneda
un
ojo azufrado.
Dentro
de aquella empírica eclosión
se
veía un vendaje de árboles añejos;
los
antiguos guerreros editaron memorias atrevidas,
el
cosmos ya no era soltero como el destino
ni
tan sospechoso como un marinero.
La
cruz como un bisturí
comenzó
el trasplante y la cisura por los senos,
el
corazón aún estaba palpitante y fuerte
y
sobre la tierra aquel casto cuerpo resignado
expresaba
un mensaje de ingenuidad y de eros.
América
y España se fundieron
con
una baqueta de estaño
y
dos ceremonias de cazabe y vino;
aquellas
contiendas de corcel y espada
quedaron
cautivas en lienzos enormes.
En
grandes arcas de conquistas
trajeron
el alma de los españoles,
con
vastos festejos de aquel hemisferio
de
artesanales quimeras y anónimos señores.
España
ya era madre y raíz
y
América la más notable y audaz
de
toda su prole.
RAFAEL
BORDAO.